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ENSAYO FLAMENCO PARA DOS CUERPOS RODEADOS
un texto de DAVID MONTERO




“Cada creación escénica inventa, a su manera, un nuevo género que se agota en sí mismo porque ocupar ese territorio al que llamamos escena sólo tiene sentido si creemos estar fundando algo nuevo y, además, era necesario ser dicho y hecho.” 




La Reina del Metal también inventa un género fugaz y único: el ensayo flamenco para dos cuerpos rodeados. Pero no se trata de ensayo en su significado más habitual de prueba previa a ejecutar realmente una cosa, sino en el de intentar con todas las fuerzas y capacidades algo que no sabemos si va a conseguirse. También lo es, e
nsayo, en otro sentido, el de su cuarta acepción según la RAE: “operación por la cual se averigua el metal o metales que contiene la mena, y la proporción en que cada uno está con el peso de ella”. Así, lo que afrontan Vanesa Aibar y Enric Monfort cada vez que hacen esta La Reina del Metal es un retarse a sí mismos y al otro, medirse con sus propios límites, asomarse al fracaso, para comprobar de qué están hechos por separado, pero también en esa aleación artística que han ido forjando desde 2019 hasta hoy. Y es ahí, y sólo ahí, en este ensayo que se inventa de nuevo cada día y en el que el fracaso es una posibilidad real y no un juego retórico, donde puede surgir la verdad. ¿Y para qué íbamos a ir al teatro si no existiese la posibilidad, aunque fuera remota, de ser atravesados por algún tipo de verdad? Esa verdad es también un lugar, el éxtásis (el no estar ahí de sí mismo) que, dice Pascal Quignard, es el lugar que tiene lugar en el arte. Esa huida de sí es búsqueda, pero ¿de qué? Pueden llamarlo nirvana, satori, iluminación, fana,… aquí la palabra no es lo importante sino el deseo que señala a un más allá de la palabra -un antes o un después de ella- y, por tanto, un adolecer.




“astores, los que fuerdes allá por las majadas al otero, si por ventura vierdes aquel que yo más quiero, decilde que adolezco, peno y muero.” 




Vanesa Aibar y Enric Monfort se inspiran en los rituales de paso para trazar esa tentativa de transformación; pero no lo hacen copiando su apariencia formal sino su finalidad: librarnos de los límites físicos para vislumbrar, aunque sea brevemente, el paisaje de la eternidad. Para ello, como decíamos, huyen de la apariencia, para interrogarse sobre la esencia e indagan en lo que la escena tiene de lugar liminal, en su capacidad de transformación de quien la habita e inventan su propio ritual de paso. En él no se trata de escenificar y bendecir el paso de la juventud a la vida adulta o de la soltería a la pareja. No. Aquí, como en la alquimia, el lugar de destino es el absoluto, conseguir el oro, o sea, la verdad que atraviese la escena y a quienes la contemplamos. Pero, como advertía Simone Weill “amar la verdad significa soportar el vacío y, por consiguiente, aceptar la muerte. El hombre sólo escapa a las leyes de este mundo por espacio de una centella. Instantes de detenimiento, de contemplación, de intuición pura. Quien por un momento soporta el vacío, o bien obtiene el pan sobrenatural, o bien cae. El riesgo es terrible y hay que correrlo, e incluso exponerse a un momento sin esperanza. Pero no hay que arrojarse a él.”




Y es en ese sentido de órdago, de juego a vida o muerte, en el que nos interesa hablar del espectáculo como flamenco. Sí, La Reina del Metal es flamenco en ese sentido más que en que los lenguajes coreográficos, las rítmicas y ciertas armonías se identifiquen elementos de ese género, por más que estén ahí: desde la sublime taranta que reinventa Enric al vibráfono a los paseíllos que Vanesa dibuja o sus estremecedores desplantes por seguiriyas. Porque lo que a ambos le interesa de esa cosa a la que llaman flamenco no es su obstinada reelaboración de la idea de lo sublime a través del duende lorquiano (hallazgo y cliché), continuada y aumentada con la mitología con que el propio flamenco intenta explicarse, legitimarse y, por tanto, venderse. No. Ese relato inventado del flamenco hecho de melancolía e hipérbole es sólo una interfaz en la que muchos quedan atrapados. Lo interesante está detrás: la aspiración de desbordar el propio hecho artístico para convertirse en puro acontecimiento: rito antes del rito, acto original y originario, derroche y epifanía, inmanencia y trascendencia. Tampoco un ensimismamiento en la técnica, la métrica y el corpus definido como jondo.



La Reina del Metal se revindica como flamenca y atraviesa la interfaz y sus delirios melancólicos o técnicos con el único aliado que es seguro: el cuerpo, límite y zenit de toda elucubración esencialista. Los dos cuerpos de Monfort y Aibar se exponen juntos y por separado a ese desbordamiento “flamenco” y, ascetas, se someten a las leyes del agotamiento para despojarse de los recursos en los que la técnica sobresaliente de ambos les podría permitir refugiarse. Y lo hacen ante el público, rodeados por él. Aquí, pues, los dos cuerpos rodeados y su exposición y agotamiento como vía negativa, inspirada lejanamente en la mística. Así, La Reina del Metal cristaliza en una liturgia inventada en la que sonido y movimiento de despliegan en el espacio hasta confundirse los tres en una sola cosa, sumergiendo a intérpretes y público en un espacio compartido, buscando la creación de un lugar en el que la vida pueda suceder, es decir, el cambio real y tangible de todos los implicados en el espectáculo. La Reina del Metal no es una reacción a la vida, es una reacción a lo que el pensamiento ha hecho de ella, es reconocimiento y celebración del milagro de nuestra existencia simultánea. 


DAVID MONTERO




















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